Ascendió a los 14 años, al poder, hacia 1834, probablemente fue una de las monarcas más ridiculizadas de la historia de España, seguramente por sus rasgos borbónicos que le proporcionaban un aspecto muy vulgar y zafio.
Su carácter era débil y voluble, primero, la manipuló hábilmente su madre, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, y posteriormente un círculo reducido de arribistas sedientos de ambiciones personales. El pueblo la denominaba; “la frescachona moza” por su abierta promiscuidad y por su talante ordinario y soez. Desafortunadamente la casaron con un primo, homosexual, Francisco de Asís, por motivos políticos. Se exageró el número de amantes que la satisfacían pero, es que su imprudencia la llevó a aceptar de manos del Papa, la Rosa de Oro, como símbolo de su moralidad, así que el pueblo conocedor de sus andanzas, por los barrios de Madrid, mantón en mano, ardiente y lozana, de posada en posada, le dedicaron más de una sátira.
Como ferviente religiosa se dejó aconsejar por ambiciosos miembros del clero, que presumían de místicos y en realidad anhelaban afincarse en el poder, como sor Patrocinio, cuyo nombre, hace gala de cuanto le gustaba promocionarse.
Este tipo de conductas son bastante descriptivas en cuanto a la mediocridad política por la cual se decantaba, su carácter descontrolado, poco templado, la llevaban a nombrar y a deponer ministros como si fueran parte del mobiliario del Palacio Real. El caos que reportaba el trasiego de ministros, repercutía directamente sobre las leyes constitucionales. Tal era su necedad que reportó hasta diez cambios, por constitución, por texto, continuas modificaciones en la ley electoral, en la organización y estructuración de la administración local y provincial. En definitiva, la reina era un lince, digna sucesora de su papá, Fernando VII, esa otra figura política, de la historia de España, cuyos méritos, se reducían a la práctica de la calceta, no es de subestimar teniendo en cuenta el dominio que se requiere de las matemáticas mientras se cuenta el número de puntos.
Cuando siento que no soy eficaz, que he fallado en agudeza, que carezco del don de la inocuidad, cuando creo que he perdido la cordura, cuando la estupidez supina me domina, no debo más que contemplar durante unos segundos algunos de los retratos de Goya, que plasmó sobre la familia Real para comprender que estas características son una futilidad comparada a la concentración de cretinismo que en ellos observo.
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