Vivian Mary Hartley, actriz británica, de bellísima consonancia armónica, rasgos delicados, su mirada de ojos verdes era un deleite para todos los que la conocieron y un transmisor de sensaciones para la pantalla aunque lo cierto es que delataban su bipolaridad, su tendencia maníaco-depresiva y sus delirios paranoides. El atrayente magnetismo que produce la locura en los profanos en materia psiquiátrica era su arma inconsciente de seducción.
De niña recibió una rígida y estricta educación en un internado católico escocés, su mamá así lo decidió para inculcarle una disciplina que arraigo fuertemente en su carácter. Pulcra in extremis, ordenada y muy autosuficiente eran otros rasgos que evidenciaban su patología y que hallaron en el internado un medio favorecedor para potenciar esas características.
Una compañera de internado, que posteriormente también fue actriz, Maureen O’Sullivan, protagonista de la saga de Tarzán, y mamá de otra actriz, Mia Farrow, la recordaba como una niña excepcionalmente dotada para el teatro y con una apabullante y sospechosa seguridad en sí misma. En una ocasión se les preguntó, a qué se dedicarían cuando fueron adultas, en esa edad es frecuente en la comunicación verbal utilizar el modo condicional y/o el subjuntivo porque los rasgos de la personalidad se van configurando paulatinamente, sin embargo, la niña Vivian, clavó su mirada en la maestra y en sus compañeras y contundentemente afirmó:-Seré actriz-.
En sus delirios infantiles, se enamoró de su actor favorito, Leslie Howard,encarnó a Ashley Wilkes en la película: “Lo que el viento se llevó”, lo que la condujo inexorablemente a casarse con un señor de un parecido físico al actor escalofriante. Obviamente nunca lo amó profundamente tan sólo materializó su fantasía pueril.
Una vez, colmados, sus deseos de maternidad, se sumergió en el mundo del teatro por completo, y fue desarrollando sus incuestionables capacidades artísticas en donde entró en escena el que fue el gran e idealizado amor de su vida, en este caso el adjetivo idealizado adquiere una relevancia inusual, no como consecuencia directa del enamoramiento sino como síntoma de su desequilibrio mental, Lawrence Olivier. El actor era muy atractivo, muy inteligente, reflexivo, asertivo, ecuánime y con las dosis de pasión artísticas niveladas equilibradamente para encauzarlas hacia la interpretación. Vivian, por el contrario, aparentemente sensata, envolvió con su atractivo imán al que siempre actuó con lucidez. La pasión desbocó los sentidos de Lawrence. Vivian era una insaciable amante, que lo agotó física y psicológicamente, era imposible apaciguarla, calmarla en ninguna de las facetas de su vida, tal fue el grado de desesperación del actor que para poder concentrarse en su trabajo debía distraerla con todos los actores noveles que entraban a formar parte de su compañía. Le desafiaba, le cuestionaba su carácter obligándole a posicionarse al límite de su buen juicio, como si fuera él el que padeciese una disfunción conductual, porque evidentemente Vivian jamás reconoció su enfermedad eran los demás los que adolecían de locura. Con los años, la abandonó porque de lo contrario hubiera sucumbido al mismo desequilibrio mental que padecía Vivian.
Como artista es imposible aunar una cantidad de adjetivos que se adecúen a su inconmensurable calidad artística, su extraordinaria puesta en escena, la magistral cadencia de voz, la arrebatadora coquetería, la seductora y elegante sensualidad con la que gesticulaba.
Vivian, además era una anfitriona elocuente, los ágapes que organizaba eran apreciados por todos sus amigos, no sólo por su denotado buen gusto sino por su brillante discurso y por la ironía latente en sus conversaciones.
La tuberculosis le arrebató al mundo una artista pero devolvió la cordura a Vivian, o la paz de espíritu, tras una de sus célebres reuniones se retiró de “la escena” con solemnidad pasmosa, con elegancia sutil y postrada en su cama, le dedicó sus últimas palabras o lo que es lo mismo sus pensamientos a sir Lawrence Olivier, nombrándolo incesantemente. Quizás aquellas palabras que declamó, su Blanche Dubois, de “Un tranvía llamado deseo” cobraron, en aquel último suspiro de vida, más importancia que nunca:-“Flores para los muertos”- porque su alma siempre se debatió agónica entre la vida y la muerte.
DEDICADO A MI TÍO, PABLO BOBILLO GUERRERO